POR TIERRAS DEL VIEJO CONTINENTE - Momentos para discrepar

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sábado, 9 de mayo de 2020

POR TIERRAS DEL VIEJO CONTINENTE

Cuando escribí Por tierras de España y Portugal, era consciente de que ésta era solo la primera entrega de una crónica de viajes que me había propuesto hacer. Por eso pensé en escribir una serie a la que titulé Desde la Mancha a cualquier lugar. Sería una serie que iba a estar dedicada a relatar, dentro del género de la literatura de viajes, aquellas experiencias personales que, por una u otra razón, habían dejado en mí algún poso o recuerdo excepcional. Y tenía que llamarse así, porque estas crónicas viajeras, como ya indicara en la primera entrega, siempre iban a resultar experiencias nuevas en contraste con mi tierra natal que, aunque tradicionalmente pobre y rural, no por ello menos amada por mí.
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POR TIERRAS DEL VIEJO CONTINENTE
Por tierras del viejo continente
Dicen que viajar posibilita un ejercicio de aprendizaje constante capaz de alejarnos de nuestras rutinas, un ejercicio que nos pone a prueba y permite conocernos mejor; conocernos más a nosotros mismos, y conocer más el mundo y a cuantos habitamos en él. Así, pues, viajar es de las mejores cosas que nos pueden suceder. Los motivos para ello pueden ser innumerables, porque, al fin, dependerán de cada persona. Unos deciden viajar para tomar distancia con lo cotidiano, otros para conocer nuevas costumbres y culturas; algunos lo harán solo para conocer aquel monumento que durante años le ha hecho suspirar, otros desean conocer gente, o bien conocerse a sí mismos. En fin, los motivos para decidir emprender el viaje son muchos y variopintos. Pero cuando se viaja con motivos literarios, las sensaciones se multiplican porque supone como si recorrieras tres veces el camino: al idearlo, al pisarlo, y al escribirlo; es por ello que, esta motivación, es, desde luego, la más rentable de cara a la justificación.
Y yo he tenido la suerte de viajar siendo plenamente consciente de hacerlo con fines literarios; luego, debo de sentirme enormemente satisfecho con la motivación; con la motivación y todo lo que ella me ha proporcionado: visitar lugares y comprender que un lugar no es “solo”, ese lugar, sino que, en cierto modo, forma parte de nosotros también. Quizá porque lo llevábamos dentro sin saberlo. Y luego, un buen día y por casualidad, llegamos hasta él. Y podemos llegar en el día adecuado, o en el día equivocado, depende de nosotros mismos, de si estamos tristes o alegres, de si lo que vemos o percibimos responde a nuestras expectativas o no, de si llegamos siendo jóvenes o viejos. En definitiva, depende de quienes seamos en el momento de llegar. Y todas estas cosas suelen aprenderse con el tiempo y con el ejercicio de viajar. Y yo lo aprendí bastante tarde ¡Una pena, ciertamente!, que ahora, y gracias a la literatura, pretendo paliar.
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Vivir en uno de esos grandes poblachones manchegos a mitad de la década de los años 50 del pasado siglo, era casi lo mismo que decir que bien hubiera podido tratarse de los mismos años del siglo anterior, porque la vida cotidiana en estos lugarones por aquellos años era algo que prácticamente no presentaba ninguna superación. Tanto, que creo recordar, que salvo la luz eléctrica y algún que otro adelanto médico, como la proliferación de la penicilina, poca cosa de avance más se podía contar.
Se trataba de meros poblachos; enormes, eso sí, donde las calles se encontraban llenas de piedra, tierra y "boñigas" de animales; el alcantarillado era inexistente, y los chavalillos nos criábamos sueltos por ahí, realengos todo el día durante los veranos, y algo más sujetos por la obligación escolar durante los inviernos. Pero en general tan llenos de instinto animal como las propias bestias —ganado de labor— que pululaba por doquier.
Y fue en ese lugarón donde tuve a bien nacer, donde debió de forjarse toda aquella maraña de emociones y experiencias que a lo largo de los años conformarían mi ser. Y como quiera que, me guste o no, con ella me ha tocado vivir, he decidido retomar la pluma para volver a escribir sobre aquella época, aquel tiempo que tanto me condicionó. Y pese a ser consciente de que hay cosas que ya he dicho y escrito sobre ello, estoy seguro de que aún quedan otras muchas que, escondidas en lo más profundo del subconsciente, permanecen ahí, agazapadas en espera de que las pueda rescatar.
Porque hay escritores dotados de un gran talento e imaginación, que tan solo con dejar volar su mente —"la loca de la casa" que diría Santa Teresa—, son capaces de forjar las más inverosímiles historias que plasmar, multiplicando así su obra con rapidez y celeridad.
No es mi caso, ciertamente. Yo solo se escribir en base a las propias experiencias vividas; gracias al recuerdo, y a las muchas lecturas de investigación. Así que no ha de ser muy original mi obra. Quizá ni siquiera resulte interesante. Y sin embargo insisto en ello, porque constituye como la tabla de salvación a la que el náufrago se aferra.
Confieso que, a estas alturas de mi vida, superados los clásicos retos y obligaciones que a todo el mundo impone la vida —formar una familia, cuidar a los hijos, etc. —, sin el ejercicio de esta pasión mi vida perdería mucho sentido. Por eso y solo por eso insisto en ello, aunque no tenga ningún valor. Ningún valor para los demás, claro está, porque como ya he dicho, para mí resulta esencial. Así que ahora la cuestión pasa por decidir qué cosas serán las que han de conformar esta obra. Y ello pasa por comenzar desde el principio, desde que yo tengo recuerdo de aquel tiempo que pasó. Y pese a ser consciente de las muchas lagunas que encierro, sin embargo, están ahí, en el fondo del alma, en el fondo de mi corazón. Se trata, por tanto, de dejarlas salir, como la cosecha que emana tras el trabajo del sembrador.
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Recuerdo que hubieron de pasar muchos años hasta que llegué a ser capaz de autoanalizarme críticamente. Pensé, entonces, conocerme bien. Comprendí que soy una persona dolida y precaria, un hombre con heridas en su interior desde el principio mismo de mis tiempos. Por eso estaba pasando toda mi vida adulta vertiendo palabras como sangre en el papel. Porque esas letras me servían como muletas para permanecer erguido. Así que comprendí perfectamente lo que necesitaba para ser feliz en ese momento de mi vida. Y no era, precisamente, ese conjunto banal y superfluo del lujo, la ostentación y la belleza; esos nuevos valores que ahora tan de moda andan por ahí. Ansiaba el aprendizaje, el conocimiento, la sensibilidad para sentir aprecio por el mundo que me rodea con toda su pluralidad.
Curiosamente, ahora, años después, cuando ya veo peor, he perdido algo de audición y me he vuelto más torpe, mi sensibilidad a este respecto se ha multiplicado. Y escribo estas letras en un momento sumamente especial: cuando una parte importante de la humanidad nos encontramos confinados en nuestros hogares a consecuencia de esa pandemia del COVID-19. Y ello me ha servido para poder razonar con cuánta facilidad podemos pasar a convertirnos en seres discriminados, cual aquellos millones de humanos que se encuentran atrapados en las fronteras; aquellos que cuando, tras superar calamidades y sufrimientos indecibles, consiguen llegar a “nuestro” mundo, para conseguir tan solo que les culpemos: de quitarnos el trabajo, de traer enfermedades, de robarnos, de atentar contra nosotros, de asesinarnos…
Tal vez por eso, durante este tiempo he elegido escribir sobre el valor de la pluralidad y la libertad. Y nada que incida más en ello que un cuaderno de viajes; un espejo capaz de mostrar las diferencias de cultura, la riqueza patrimonial del mundo que es algo de todos; la confianza, el respeto, el valor de la acogida y la hospitalidad. Nada como viajar puede ensalzar tanto estos valores ¡Lástima que haya necesitado esta catástrofe mundial para volver a ser consciente de ello!

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