MANCHA HÚMEDA (XI) - RUIDERA: DECÍAMOS AYER - Momentos para discrepar

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viernes, 6 de marzo de 2020

MANCHA HÚMEDA (XI) - RUIDERA: DECÍAMOS AYER

Como decíamos ayer, rememorando a Fray Luis de León y Miguel de Unamuno, fue en un salón abarrotado de agricultores, donde yo tomé conciencia, por primera vez, de que por el parque natural de Ruidera valía la pena luchar. Y tengo que decir, que esta es una convicción que me ha acompañado desde entonces, y que aún hoy, pasados los años y desgastadas las fuerzas, todavía la mantengo como verdadero valor: por Ruidera, vale la pena luchar.
Porque Ruidera es uno de esos regalos que todo amante de la naturaleza se debería hacer alguna vez. Pero para ello resulta condición sine qua non conocer el parque natural. Y digo conocer, que no solamente visitar. Porque eso era, precisamente, lo que yo me había limitado a hacer: visitar Ruidera en plan dominguero, un sitio fantástico para bañarse, comer, y poco más.
RUIDERA: MANCHA HÚMEDA
Luego algo cambió en mi interior. Encontré a gentes estupendas que amaban y conocían el paraje con gran intensidad. Unos, como meros aficionados a recorrer sus caminos y parajes; otros, como investigadores científicos que habían dedicado gran parte de sus pesquisas a estudiar y analizar las peculiaridades del agua y los terrenos, así como muchos otros problemas que amenazaban su continuidad. Conocí también, cómo no, a funcionarios, con más o menos responsabilidad en su quehacer diario, que estaban hondamente preocupados por las dificultades administrativas y políticas que les impedían actuar con total libertad.
También supe de profesores, amantes de Ruidera, que aprovechaban cualquier ocasión para compartir con sus alumnos las maravillas del lugar. Y por último, también, conocí a un hombre sincero, natural y vecino de Ruidera, Salvador Jiménez, que pese a sus muchos recelos conmigo, con el paso de los años me compartiría muchas de sus cuitas y fobias, además de su saber. Siempre se lo agradeceré.
Y con todo ese bagaje, llené al completo mi mochila de esperanzas, la cargué sobre mis hombros, y me eché a recorrer el largo camino de esa pequeña “causa” que yo había querido escoger.
Recuerdo que entonces paseaba mucho por Ruidera: unas veces solo, otras acompañado. Pero siempre disfruté mucho más las salidas que hacía en soledad. Porque me gustaba ir trasladando a mi grabadora y a mi libreta de notas las sensaciones que sentía, circunstancia que me permitía estar mucho más despierto a todo aquello que me rodeaba.
Las lagunas las visitaba en todo momento y en todas las estaciones. Aunque me gustaban, especialmente, en otoño y en invierno. Porque podía vivirlas en mayor soledad, alejadas de la invasión de turistas de primaveras y veranos. Y así fue como fui descubriendo Ruidera; pateándola, leyendo, investigando, escuchando durante horas y horas a todos aquellos que, de una u otra forma, habían mantenido o seguían manteniendo con Ruidera una especial relación.
De este modo, pronto pude darme cuenta de que, a diferencia de lo que ocurría en las zonas húmedas situadas sobre el acuífero 23, la peculiar geología del acuífero 24, así como la diferente configuración del parcelario agrícola del Campo de Montiel, hacían posible una actuación administrativa rápida, que debía consistir en una ordenación adecuada de las extracciones de aguas subterráneas; lo que posibilitaría, a su vez, una recuperación hídrica total del parque natural ¡Ruidera no era Daimiel! Y sobre Ruidera —pensé—, tendría que dirigir todos mis esfuerzos y dedicación.
Pero en realidad no había descubierto nada que no supieran ya, funcionarios, científicos y ecologistas. Lo que sí había descubierto, además del problema, es que éste resultaba relativamente fácil de atajar, pero que también, nadie con poder, ni administración, ni lobbies de interés, iban a permitir que allí se cambiara un ápice del estatus tradicional. Y que, por tanto, resultaría necesario cambiar las estrategias de presión social. Eso si queríamos obtener un resultado diferente al conseguido hasta ese concreto momento.
Recuerdo que me gustaba subir hasta los oteros, sentarme en su cima, y allí, con los ojos semicerrados, podía pasarme horas observando el horizonte, escribiendo mis impresiones, y planeando qué acciones se podían hacer. Eran momentos en los que me sentía en paz conmigo y mis recuerdos.
RÍO ZÁNCARA: MANCHA HÚMEDA
Y recordaba aquellos primeros momentos en los que todo comenzó. Eran los primeros días del mes de agosto, y en ese mes, en la Mancha, el sol, cual bola de fuego, abrasa y calcina los desagradecidos predios. Había ido con mi hijo a ver los ríos de la zona. Corría el sudor por nuestras frentes, saladas gotas que caían hasta nuestros ojos haciéndonos parpadear con su escozor; las camisetas empapadas. Pero los ríos solo eran cauces llenos de abrojos, basura y olvido. Bajamos hasta la vieja “madre del río”, y allí, faltos de cualquier atisbo de brisa, casi asfixiados de calor, sentí la voz de mi pequeño que me decía: “Papá, aquí hace mucho calor y huele mal”.
¿Cómo explicarle que aquel mismo río en el que ahora nos asfixiábamos, yo me bañaba con alegría y buen humor? ¿Cómo explicarle que allí pesqué mis primeros lucios? ¿Cómo decirle que aquellas escapadas con los amigos fueron nuestros primeros atisbos de rebeldía y liberación?
Después, cuando regresábamos, observé las ruinas junto al río de aquella vieja majada, con su alberca y su molineta, donde íbamos a comer con la familia en los veranos. Y recordé aquellos tiempos de pastores y vaqueros, refugiados al amor de la lumbre en aquellos otoñales temporales que hacían crecer los ríos e inundar las vegas ¡Había pasado tanto tiempo! La nostalgia me invadía, y a duras penas contenía unas lágrimas que no quería que mi pequeño pudiera ver.
Y me sorprendí acongojado de nostalgia en lo alto de aquel cerro, al pairo de las lagunas de Ruidera. Suaves lágrimas, como besana, surcaban mi piel.
INUNDACIONES RÍO ZÁNCARA: MANCHA HÚMEDA

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